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Mensaje por Khorgrim Acero Sombrío Vie Dic 09, 2016 7:08 pm

"Mi querido amigo, solo a ti he podido acudir en estos momentos donde la congoja supera ampliamente mi voluntad de seguir luchando. Contigo he vivido tantas cosas... batallas donde la nieve cortaba tan profundamente como las hachas, los aullidos de los heridos que se hendían tan profundamente en nuestro pecho como firmes lanzas y aunque siempre has negado este recuerdo que tan vividamente permanece en mi, yo se que tu nunca lo has olvidado y en su lugar has preferido el discutible alivio del olvido. No puedo juzgarte, mas bien envidiarte.
Tu lo enterraste bajo la nieve y el sombreum, yo no fui capaz. Esos hechos que tan profundamente hendidos en mis heridas se encuentran vuelven a recordarme el propósito por el que estamos aquí, sirviendo como inamovible escudo para el pueblo, una marea de acero cenizo que arrastre sin piedad a todo aquel con la pérfida intención de dañar a los nuestros. Bajo esta creencia hemos hecho cosas... que cualquier habría tildado de perversas sin alejarse de la realidad y bajo ese juramento, te escribo esta carta.

Los peñascos mas sureños de la Cordillera del Ansia son conocidos como tu bien sabes, por la inmensa oleada de indecentes bárbaros, caníbales sin remordimientos infames tanto por su salvaje brutalidad como por sus primitivas formas de hacerla realidad en nuestras carnes. Aquí he luchado incansablemente durante décadas, viendo como nuestras filas eran diezmadas fingiendo una entereza que quizás la edad se ha llevado, pero que con regularidad, me jacto de poseer. Los hombres de Karaz-Angorh son recios, amigo mio, pero no lo somos tanto como nos gustaría. Pues en los horrores que en las profundas cavernas he combatido, poco hay mas aterrador que lo que ahora me brinda muerte, pues si, estas probablemente sean las palabras de un muerto, amigo mio.
Te ruego ahora que dejes a un lado tu aflicción y me permitas narrar el final de mis días, con la deshonrosa intención de que así restaures mis errores.

Bien... en los peñascos mas sureños de la cordillera, los perversos caníbales han creado toda una serie de intrincados túneles sin final, donde la oscuridad convive con ellos en íntima comunión. Miles de kilómetros mas allá de sus entradas, mis fuerzas hallaron a miles de ellos en siniestras bacanales al vicio, donde el hambre se mezclaba con una profana violencia, donde antes siquiera de dar muerte a sus prisioneros o enemigos, comenzaban a devorarlos en vida. Ya fuera por la siniestra obra de uno de sus dioses, o por simple salvajismo, aquellos bárbaros... pérfidos hijos de una oscuridad inenarrable, no tenían reparos en considerar como enemigos a su propia progenie. Con el rostro ensombrecido por la repugnancia, contemplé como los hombres mas fuertes eran el blanco mas cotizado, siendo atacados en jaurías inconcebibles de una veintena, que en aquella oscuridad parcial, gracias a nuestras antorchas, pudimos desgraciadamente contemplar. Te preguntaras entonces a qué se debe esta narración tan oscura y es que, camarada, esto es sumamente extraño. Estos bárbaros siempre han sido los mismos, durante los siglos que los hemos combatido jamas han cambiado un ápice, apenas han evolucionado y a medida que nuestras lanzas diezmaban y segaban su existencia de nuestras tierras montañosas, solo su desespero transformó. En los años que pasé en este cruel destino, contemplé como mi mando los hizo huir a las montañas entre sollozos, pues estos bárbaros; los Ridarh, caracterizaban el culto a sus dioses en ceremonias solemnes y violentas. Auténticos espectáculos de sacrificio involuntario y lágrimas, donde asesinaban a sus prisioneros devorando sus ojos, lenguas e hígados como intento de contentar a sus deidades, pero siempre entre lágrimas, como si todo aquello fuera una voluntad impuesta y para nada deseada. Incluso, en mi ignorancia me compadecí de semejantes tradiciones, que los hacían lamentarse y llorar incluso en el combate, donde resultaban tan lastimeros como agresivos. Desesperados... comencé a llamarlos, pero eso es cosa de un pasado que tristemente, desearía que volviera.

Su culto se ha radicalizado, y aunque aun siguen llorando y lamentándose de sus actos, su violencia se ha vuelto insoportable de contemplar. Hasta hace dos días, cuando decidí internarme en la mas profunda caverna de la que teníamos conocimiento, este hecho escapaba a mi imaginación. Lo que vimos allí... lo cambió todo.
En las profundidades mas frías de la montaña, allí donde los túneles se ramificaban como las raíces de un árbol siniestro avanzamos con apretadas formaciones de lanzas y ballestas, iluminados por sendos faroles de aceite que nos revelaban como unos intrusos anunciados pero imparables. Semanas, nos llevó despejar el camino en batallas eternas, donde el día y la noche no podían diferenciarse y en las que transcurrieron, por mucho que no me creas, días, en apretadas lineas de lanzas y escudos. Mas días tardamos en abrir camino entre los cadáveres sollozantes de los Ridarh y cuando por fin llegamos al centro de las montañas... vimos a sus dioses.

Grandes, grises y con un cuerpo musculado los contemplamos hablando en lenguas extrañas sobre un altar, en una cámara tan gigantesca que bien podría haber sido uno de los salones de nuestra amada Karaz-Angorh. Allí mis hombres y yo advertimos su presencia, sus frenéticos movimientos y la asombrosa suma de ellos. Todos vestían de forma distinta, posiblemente representando su dispar posición en el panteón, todos ellos; adorados con un fervor lleno de griterío y suplicas. Me hallé tembloroso ante semejante espectáculo, donde uno de esos... dioses, media lo mismo que dos bárbaros colocados uno encima del otro y sus cuerpos eran tan vigorosos, como terribles sus rostros. Oh... desgracia de mi, contemplé el de uno de ellos ¡Su horror me persigue incluso ahora! Cuando lo vi, el me devolvió la suya, seguido de un chirrido espantoso que resonó por todo el lugar y tras ello, contemplé la marea de bárbaros iracundos mas grande que jamas halla podido presenciar. Nos aplastaron camarada... ¡Literalmente utilizaron sus cuerpos como armas, arrojándose sobre nuestras lineas sin temor alguno, en un crisol de aullidos ensordecedores y muerte espantosa!

Mi cuerpo, arrastrado por mis fieles, fue llevado a la superficie a toda prisa. Y ahora, siento mis órganos aplastados, no dejo de supurar sangre y bilis. Mi muerte se ha sellado. Te pido por favor, por todo lo que una vez significo nuestra amistad ¡O el juramento que nos une en la protección de la fortaleza! Que acudas con tus hombres, hundas esta montaña con todo lo que hay dentro... mátalos a todos, muere con ellos si así lo estimas ¡Pero libra al mundo de su horror!

Siempre tuyo, aun en su muerte, Bolgham Acero Siniestro."


El andrajoso pergamino en el que fueron escritas aquellas palabras que tanto espanto y dolor imprimían, representaban un testimonio horripilante, pero aun así, no lo suficiente para el Concilio del Hierro Siniestro. Khorgrim trató por todos los medios de que se enviaran hordas, pues su hermano menor, el tildado de desleal Bolgham, había perecido con sufrimiento indecible para transmitir semejante mensaje. Bolgham fue un héroe de guerra que cayó en una desgracia tan profunda, que su nombre fue olvidado, sus gestas pasadas obviadas y su vergüenza ensalzada por todo lo alto. Khorgrim, que había servido con el durante su primera década, sentía que su hermano menor merecía mucho mas que todo aquello. Esgrimiendo su derecho sobre sus huestes personales, se encaró a su padre con el deseo manifiesto de viajar al sur para ocupar el lugar de su hermano como oficial al cargo del sur de la cordillera, este, atormentado por la pérdida de otro hijo, a pesar del honor de este, le envió entre lamentos de dolor disfrazados de rabia.

- Ve entonces, Khorgrim... espero que mueras como él, pero esta vez, solucionando lo que ese inútil no pudo. - Dijo, o mas bien, ensartó a su hijo, que abatido por sus palabras, se dirigió al sur con un ejército de apenas cuatrocientos hombres. El camino, que comenzaba a resultar pesaroso por las adustas palabras de su padre, no fue más soportable que su destino.
Durante la marcha del sexto día, a través de la carretera de sombreum que atravesaba como una lanza toda la cordillera, Khorgrim halló el valor de cuestionar al Concilio en voz alta, rodeado de fieles, mercenarios y auxiliares, además de Runa, su amada e insustituible Runa, a la que cada vez amaba con más devoción.

- Este es nuestro destino, Runa. Quizás no el tuyo por tu procedencia, pero como Acero Sombrío, mi destino esta sellado. - Montado sobre su negro carnero, rodeado de su escolta y a la cabeza de una disciplinada columna de banderas cenizas y armaduras que marchaban con el corazón henchido de incertidumbre, Khorgrim meditaba su futuro. - Morir sepultado bajo los cuerpos de nuestros enemigos... - Dijo, con un tono pesaroso para justo después, chasquear la lengua con deprimente fastidio. - No puede haber mejor final para un Acero Sombrío. Cruel ironía, como justo final ¿Verdad? - Terminó por convenir, para girar la mirada hasta encontrarse con los ojos plateados de su amada, en cuyo indomable comportamiento, se encontraba la verdadera llama de su esperanza.

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Mensaje por Runa Domafuegos Vie Dic 09, 2016 10:45 pm

Teniendo en cuenta los sentimientos tan amargos que las palabras de Khorgrim estaban despertando, habría sido más sencillo apartar la vista. Habría sido menos dañino centrar la mirada en cualquier otro lugar, pero Runa nunca se había caracterizado por elegir los caminos sencillos. La seguridad con la que el Acero Sombrío lanzaba sus infaustas declaraciones, volvió a provocar que sus ojos se aguasen y que no le quedase otro remedio más que apretar los labios. Sus afirmaciones chocaron contra ella con tanta fuerza que fue imposible no sentirse como un saco de boxeo, aún cuando sus palabras ni siquiera buscaban provocarle heridas menores. Inconscientemente, mientras marchaba a lomos de Garganta Férrea, desplazó el cuerpo unos milímetros hacia atrás. Inconscientemente, quiso defenderse de aquellas supuestas verdades, de aquella aprensiva situación y de todo lo que no podía o pudo solucionar. Notó el escozor propio de retener las lágrimas y fue víctima de esa ausencia de respiración que aguantar el llanto traía consigo. No obstante, no le quitó la mirada de encima. Quiso decirle que aquello que preveía no era tan sencillo. Quiso replicar que ella misma obstaculizaría el cumplimiento  de esas necias predicciones. Quiso gritar que la maldita culpa de que estuvieran marchando hacia una muerte segura y llorando una injusta e inmerecida muerte era suya y sólo suya... quiso hacerlo pero no lo hizo porque la voz no le salía. No lo hizo porque en parte, Khogrim llevaba algo de razón: al menos ella, cargaría un delito tan atroz sobre las hombreras de su armadura que, hasta que su cuerpo quedara sepultado bajo los cadáveres y las entrañas de los cientos de salvajes que habían causado la ruina a sus congéneres destinados al Sur, no vería su alma redimida. Y aquella certeza la hacía sentirse tan gilipollas que las ganas de llorar se volvían secundarias y la presión en el pecho se tornaba mucho más relevante. Como respuesta, simplemente se encogió de hombros lenta y apáticamente. Un gesto demasiado apagado y pasivo para la persona que Runa siempre había sido.

Hablar de finales justos tan sólo consiguió que la enana se riese de forma seca y visiblemente irónica. Un final digno para un futuro rey no era, ni en la más cutre de las historias, perecer aplastado, en un lugar sin nombre, por los cuerpos putrefactos de deshonrosos sedentarios carroñeros. Tal vez, pudiera considerarse un desenlace adecuado para sí misma, pero no para un encomiable y recio general como Khorgrim Acero Sombrío. Sin darse cuenta, sus piernas abandonaron los estribos de la silla y se elevaron hasta apoyarse sobre la esquina sobresaliente de la oscura montura de cuero. Sin percatarse, extendió sus brazos alrededor de aquellas extremidades para abrazarlas. Aquello, no podía catalogarse como fortaleza.
Entreabrió la boca dispuesta a balbucear alguna réplica de aliento, mas dejó silbar el aire entre sus dientes porque toda aquella situación estaba empezando a robarle hasta las ganas de hablar. Observó de reojo al mediano mientras continuaba sus desalentadores vaticinios: plegó los labios porque volvió a darse cuenta de que, su mejor amigo como tal, nunca iba a regresar. Se mordió el interior de la mejilla derecha para intentar concentrarse en ese dolor y no en el que provocaba el pensamiento anterior. Sus ojos se centraron en el paisaje que tenía delante de sí tal y como si quisiera tirarlo abajo. No obstante, pese a esa aparente fuerza, la realidad era que su mirada se encontraba peligrosamente perdida.—No acabarás así: estás siendo infantil.—corrigió bruscamente. Dejó de abrazar sus piernas para recuperar una postura digna encima de su bestial criatura. Seguía sin querer mirarle.—Nunca me perdonaría a mí misma si te dejase morir en un emplazamiento tan nauseabundo como al que nos dirigimos. Y me importa una soberana mierda si buscas lo contrario: mientras yo continúe aquí, seguiré siendo esa jodida piedra en tu bota que te recuerde que tienes que seguir luchando, ¿me oyes?—pronunció con dejadez. Con cansancio.—Esto no va ni de destinos, ni de ironías. Bolgham se dejó sus últimos latidos en ese campo de batalla: da igual lo que creas haber entendido en su carta, él jamás te alentaría a acudir a una guerra que no pudieras ganar. No pienso ni caer yo, ni dejarte morir a ti.—sentenció mientras apretaba las riendas entre sus manos. Su voz recuperó cierto vestigio de su fortaleza pasada al momento de pronunciar aquellas últimas palabras, quizás alimentada por una inconmensurable rabia contenida hacia sí misma que superaba con creces sus temblorosas ganas de llorar o la necesidad de romperse.

Tardó un par de segundos en darse cuenta de que estaba pagando su frustración con Khorgrim. Entrecerró los ojos para luego suspirar tan tenuamente, que casi pareció una respiración. No fue capaz de disculparse. El recuerdo del risueño y poco afín a la guerra Bolgham perforó su acorazado pecho y aguijoneó con cruel precisión su arteria aorta; por un momento, sintió la sangre estática, inmovilizada, pegada a sus venas. Inspiró y expiró un par de veces buscando dejar la mente en blanco: una situación utópica desde hacía varios días. Cerró los ojos durante un instante para girar el cuerpo en dirección a Khorgrim y volver a mirarle.—Mientes fatal. De culo en verdad.—comentó embutida en una falsa y tranquila seriedad. Decidió dejar atrás aquella memoria momentáneamente y centrarse en su otro propósito: mantener bien arriba a su amado Grik.—No planeas morir en esta puñetera misión: siendo directa y un tanto cruel, sé que preferirías dejar que te cortasen la barba a permitir que unos hijos de puta como esos te mataran. La pena te aflige clamando venganza, no un jodido autosacrificio de mierda.—La falta de emoción en sus palabras no fue porque sus deducciones pecaran de poco sinceras, sino porque le dolía demasiado todo como para poder transmitir cualquier cosa.
Grik, ¿qué opinión tienes de mí?—aquel fue el murmuro más bajo que jamás se había escapado de sus labios. No sabía cómo iba a reaccionar Khorgrim. Se preparó para decir lo siguiente: se preparó para pronunciar en voz alta lo que llevaba pensando de forma malsana y obsesiva desde que la funesta misiva había llegado a manos de los Acero Sombrío.—Yo... maté a Bolgham.
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Mensaje por Khorgrim Acero Sombrío Sáb Dic 10, 2016 11:18 am

Inmediatamente, el mal genio de Runa volvió a ver la luz tras las declaraciones de Khorgrim, que abatido por el recuerdo y el destino que le deparaban, languidecía con gesto rígido, como un mediano de bien, convirtiendo sus emociones en fría tosquedad, lúgubre pensar y pragmática resolución. Con la mirada gacha, observando el devenir del sendero, mientras las intempestuosas palabras de Runa azotaban su estado, Khorgrim no las escuchaba del todo, ni dejaba que estas se escaparan en el aire sin efecto alguno. La negra carretera de sombreum se convirtió entonces en su compañera, contempló la ausencia de su brillo, su oscura forma de inmensidad arrebatadora que conformaba un sendero hacia la ruina y la salvaje depravación de otros. Khorgrim no reaccionaba, agarrando sus riendas con firmeza sin esbozar ninguna emoción perceptible. Runa era tenaz, indisciplinada en ocasiones y ajeno a su juicio como general, era indomable, de un gran carácter pero con un indudable sentido de la responsabilidad. Supo entonces, a través de sus intenciones enmascaradas de valentía, era en realidad la aflicción por la pérdida de un buen amigo, y posiblemente la posibilidad de perderlo. Lo entendió ¿Como no iba a hacerlo? Khorgrim no era ajeno a esa fervorosa devoción que se profesaban el uno al otro, la razón por la que Runa lo había acompañado en centenares de crueles contiendas sin pestañear ni dudar un instante sobre la rectitud de sus decisiones. Él realmente, la admiraba. Volviendo a dirigir su mirada a Runa, marchando a la cabeza de una incesante marea de botas entrechocando contra el rígido sombreum, observó a su preciosa Runa, coronada por aquel manto de fuego cobrizo que ondeaba al frío viento de la cordillera, se mantuvo expectante, mas embelesado por su belleza y lo que acarreaba contemplar al objeto de su fervor, que a sus duras y aunque quizás involuntariamente, palabras difíciles de escuchar.

—Grik, ¿qué opinión tienes de mí?— Terminó por decir a un Khorgrim mas entusiasmado por los surcos de su rostro, su mirada de luz plateada y su melena de indomable rojizo. Carraspeó esgrimiendo una risotada que quedo en parte oculta por el vendaval y en parte por la tensión del momento.

- Desconocía esa faceta tuya, Runa ¿Tu preocupada por lo que alguien piense sobre ti, la indomable Runa? De ti no podría, por mucho que quisieras, pensar de otra manera. Conoces bien todo lo que veo en ti. No es necesario decir pues, cuanto agradezco tu presencia junto a la mía ¿O crees que si? - Lanzó entonces una mirada de repentina calidez, sin duda alguna incentivada por una inseguridad que para él, había sido inexistente hasta aquel momento. La firme Runa no parecía dudar nunca, y en sus malsonantes palabras y determinadas acciones no se asomaba rastro alguno de la perniciosa duda que ahora se apoderaba de ella. Khorgrim comenzó a pensar que algo le ocurría, al tiempo que se echaba hacia atrás en su montura y se ajustaba el manto que le cubría, protegiéndose de forma casi inútil de un frío voraz que no iba a aplacarse con un miserable manto por muy grueso que este fuera. - Dudas, y eso me preocupa. En mi existe una aflicción derivada de la familia, un pesar del que no puedo deshacerme por mucho que el olvido se arroje sobre mi. Ambos sabemos que nadie dejaría que lo olvidáramos, tanto tu como yo. Como Bolgham, mi destino esta prácticamente sentenciado en una dirección que no puede variar su rumbo. Me encaminó desintencionadamente al mismo crisol del que mis otros familiares han hallado sus finales. El de Bolgham es solo otra desgracia que se llorará estos años, se recordará con rabia y al final, solo se conseguirá promulgar un odio igual de visceral sobre los bárbaros que nos rodean. - Hizo una pausa para lanzar un suspiro al aire, aquel tema le afectaba de verdad. - Esos bárbaros... que estuvieron aquí mucho antes que nosotros y ahora son asesinados en imparables marchas hacia el exterminio. No dudo de nuestro legitimo derecho a defendernos, y aunque solo veo acierto, por muy depravado que resulte, en nuestros abominables movimientos, no dejo de pensar qué ocurrirá cuando ya no haya bárbaros que eliminar. - Aquella cuestión le devoraba con singular vigor, pues... Karaz-Angorh era una fortaleza apocada a la guerra, a un conflicto eterno que con tanta seguridad se había abrazado como interminable, que jamas se prepararon para una paz que creyeron inalcanzable. Una existencia denodada y entregada a la violencia parecía acertada en aquellos tiempos, pero ahora que los bárbaros parecían diezmados, empalados a miles en las cordilleras negras que rodeaban la fortaleza, Khorgrim no veía mas enemigos y con cada año que transcurría, otros los veían... dentro de la misma fortaleza. Aquello le atormentaba de sobremanera, soñando pesadillescas escenas donde la familia Acero Sombrío se henchía de una rabia que no encontraba destino... que desencadenaría una paranoia que ya se había desatado. La caída de Karaz-Angorh... ya era una realidad.
No pudo imaginar entonces...

—Yo... maté a Bolgham.

... que le alcanzaría incluso a ellos. Khorgrim ladeó con suma lentitud la mirada hasta encontrarse con la afligida Runa, su amada, que ante tales declaraciones el tiempo se detuvo y la ventisca pareció amainar de repente. Sus escoltas, que tan cerca marchaban de su paso le miraron confundidos, uno de ellos, se acercó a su señor atemorizado por el rostro pálido del mismo temiendo que aquella declaración imposible, le hubiera provocado alguna infausta consecuencia.

- Mi señor... ¿Os encontráis bien? - Aquello hizo que Khorgrim despertara de un sopor, provocado quizás por el torrente de sensaciones que ahora se contradecían; un desconcierto absoluto en el que no existía sentido en lo que escuchaban; una furia inconsecuente con la realidad incentivada por la irreparable pérdida de un hermano; un amor que se sentía traicionado y clamaba respuestas pero sobre todo, un hombre que se hallaba perdido, temeroso ante una paranoia que siempre pensó ajena, que ahora se presentaba ante él.

- ¿Como? ¿Como pudiste dar muerte a mi hermano, tu amigo y a un hombre tan virtuoso como lo fue él? ¿Acaso buscas atormentarme por algo que crees haber hecho? Si es así... no encuentro el sentido a tus palabras. - Dijo, con la voz disuelta y los ojos turbados de un animal que confundía agresividad, con lealtad. - Runa... por el amor que me profesas y no es secreto... Su escolta le miró con ojos suplicantes, aterrado por todo lo que aquella declaración parecía proceder y se acercó aun mas a su señor para prestarle un auxilio que de alguna forma, le ayudara. ... ¡Que demonios estas diciendo! - Y con aquel grito toda la columna sintió un escalofrío, superior al frío inmisericorde de las cordilleras y al miedo por el destino; un resquemor que provenía de un hombre al que amaban y respetaban, al tiempo que su furia, se convirtió en la de ellos.
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Mensaje por Runa Domafuegos Sáb Dic 10, 2016 1:40 pm

Intentó forzar una sonrisa cuando Khorgrim le obsequió una mirada henchida de calidez y afecto: no fue verdadera, pero era la única manera de agradecerle su cercanía. Se preguntó en qué clase de condiciones habrían transcurrido los últimos momentos de Bolgham: sus facciones formaron una mueca ante dicho pensamiento. Dejó caer la mirada al suelo mientras el robusto mediano hablaba. Jugó con el extremo de las riendas para intentar no verse demasiado afectada por sus palabras. Le dolieron porque ella le había dicho algo así al desgraciadamente fallecido hermano menor de su general una vez. «¿Un Acero Sombrío preocupado por lo que alguien pueda pensar sobre él? No me hagas reír, enano imberbe: he visto a gente de tu familia cortarle la cabeza a cualquiera que osara pronunciar una mala palabra sobre su linaje. Si no haces nada para poner remedio a las malas lenguas, tal vez es porque en el fondo te gusta sentirte menospreciado; y yo contra eso no puedo hacer nada».
No, a Runa no le importaba ni un ápice lo que un soldado raso pudiera opinar sobre su irreverente comportamiento y discutible disciplina: lo que le quitaba el sueño era la palpable perspectiva de que su más adorado y querido confidente pudiera comenzar  a verla con otros ojos que no fueran aquellos con los que la contemplaba ahora. A partir del momento en el que confesara su crimen, Khorgrim forjaría sus propios rencores contra ella: y lo peor de todo, era que Runa no poseería derecho alguno a negarlos. Tragó algo de saliva y estiró las manos para rozar sutilmente con la punta de los dedos la mejilla derecha del general: más que nada porque, a cada palabra que pronunciaba, el hombre parecía estar más roto.—Aunque tú te empeñes en considerar lo contrario, mi camino terminará en el punto exacto en el que lo haga el tuyo. Puede que nuestras sendas se traten de dos líneas separadas, pero yo las veo secantes; se cortarán una con la otra al final de nuestra vida en el mismo tramo.—comenzó. Porque aunque no mucha gente pudiese verlo, Runa sí que era capaz de vislumbrar parte de la fragilidad interior del segundo hijo del Rey. El peso que el concepto de “destino” depositaba en su conciencia resultaba grotesco, casi aterrador; a veces, a la pelirroja la espantaba imaginarse en su posición.—Te salvaré.—Elevó las manos para intentar expresar con ellas lo que quería decir, pero lo único que demostró fue nerviosismo y cansancio. La lengua le pesaba tal que si de su menuda masa colgaran los centenares de cadáveres caídos en el Sur, entre ellos el de Bolgham... y en cierto modo, así era.

Cada vida...—Rememoró las palabras que le había dicho el difunto Acero Sombrío cuando le asignaron la fatal cordillera como destino. Tenía la piel de gallina: se pasó las manos por los brazos para intentar hacer desaparecer aquella sensación. No lo consiguió.—... vale por mil.—Tras pronunciar aquello, sí que apartó la mirada del suelo para poder mirarlo a él. No estaba llorando, no estaba respirando agitadamente, pero, aún así, sentía que si hablaba las palabras se le iban a atragantar: no se equivocaba. Querría haberle dicho que deseaba salvarle porque, a pesar de que sus demonios formaran parte de él, sabía que Khorgrim no era sólo esos demonios; desearía haberle gritado a la cara que, sin ir más lejos, los atisbos de luz que veía en su interior se habían encargado de mantenerla en pie desde hacía ya más de quince largos años. Habría dado lo que fuera para reunir el valor de encarar sus malos vaticinios y asegurarle que no estaba dispuesta a perder esa fuente esencial de vida. A su corazón. En el fondo, Runa, eres una maldita cobarde.Así que, sintiéndolo mucho por ti, más te vale vivir hasta los doscientos años y hacer buen uso de esa barba que el mundo te ha dado, Grik. No querrás deshonrar las creencias de tu hermano pequeño, ¿verdad?—Carcajeó de forma algo seca: su risa se escapó de sus labios como si doliera. Se mofaba porque aún no terminaba de creerse que todo aquello fuese real.—Además, sabiendo que tu muerte implicaría la mía, tengo pensado mantenerte respirando todo el tiempo que me sea posible, de lo contrario...—se removió tal y como si esa idea la asustara: probablemente lo hizo porque sabía lo mucho que oprimía no ser capaz de cumplir lo que creías que era tu responsabilidad.—... estaría faltando a mi deber. Fracasando.—Decirlo en voz alta, de alguna manera, le creaba la sensación de estar incumpliendo con su norma auto-impuesta de no manifestar flaqueza ni debilidad alguna bajo ningún concepto. O, al menos, la de no reconocerlas.  Aquella sonrisa momentánea volvió a convertirse en una línea recta. Vacua. Precisamente, eso era lo que le daba miedo a Runa: sentirse vacía.—Estoy segura de que puedes entender lo que quiero decirte sin que continúe, Grik.—Porque, al menos en eso, no eran tan diferentes.

Y entonces Khorgrim estalló. Se quedó quieta, callada y paralizada porque sintió tantas cosas de golpe que no sabía cuál era la que debía transmitir. Se sobresaltó y alteró, pero a la vez se sintió bien y mejor, pues notar cómo la rabia y el desconcierto de su ser más querido la abrazaba por la espalda la ayudaba, en cierto sentido, a pagar por su crimen. Se relajó pero también se asustó: que no la creyera capaz de su confesión, le partió el alma. Sin duda, la reacción del mediano le hizo experimentar en sus carnes demasiadas emociones incoherentes, pero viniendo de él no era algo nuevo. Lo único que Runa, en aquel momento, tuvo verdaderamente claro fue  que se merecía todos y cada uno de los insultos que, de ahora en adelante, le cayeran encima.—No trato de atormentarte: es la verdad.—murmuró mientras se tapaba la cara e intentaba coger aire. Que Grik resaltara su evidente amor hacia él, le rasgó el corazón; la excusa que ella en su momento había utilizado para no auxiliar a los hombres después caídos en el Sur, era precisamente la que él empleaba ahora para negar la posibilidad de que ella hubiera tenido algo que ver con la muerte de su preciado y adorado hermano menor. ¿Si no era ese, cuál era entonces la razón por la que se rehusó con tanta vehemencia a socorrer a las tropas sureñas? ¿Miedo? No. Se lo negó a sí misma una vez, dos, tres, cuatro... Sí. Sintió un ligero temblor en las manos por la sorpresa y los nervios. En seguida echó la cabeza hacia atrás para asegurarse de que las lágrimas no llegaran a bañar su tez: efectivamente, el miedo volvió a atenazarle los músculos y a helarle la sangre como la primera ocasión en la que la instaron a alistarse a una causa perdida. Reunió el poco coraje que le restaba en las venas y miró a su Khorgrim pese a tener el corazón de lo más acelerado: intentó no gritar, en vano.—¡Fui yo, fui yo, fui yo, fui yo! ¡Hace unos meses, tu puñetero padre me instó a ir a apoyar a la gente del Sur! ¡Y me negué! Creí que decía que no porque no quería dejarte solo, a merced de tu puto dramatismo y tu tendencia a ser odiado por los demás miembros de la corte... Me mentí. Me mentí a mí, cuando nunca antes lo había hecho: en realidad tenía miedo. ¡Pánico! No quería morir... Soy una enana y no quería morir en combate por los míos, ¡soy una mierda de la peor calaña!—espetó en un tono que rozaba la locura, tal y como si buscara taladrar al comandante con sus palabras. Pensaba que, tal vez, de esa manera consiguiera alertar a la escolta y, finalmente, conseguir su justo merecido. Le tembló el labio inferior: una silente amenaza de que estaba perdiendo el control de su temple.—No soy fuerte, Khorgrim: carezco de cualquier resquicio de esa fortaleza que tú me atribuyes constantemente. ¡No soy fuerte, no soy fuerte, no soy fuerte!—lo negaba, porque pronunciar directamente las dos palabras alternativas a ello la aterraba: soy débil.
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Mensaje por Khorgrim Acero Sombrío Lun Dic 12, 2016 7:15 pm

Escogió el camino del tormento, la verdad, abrazó el odio de su ser mas querido, lo busco y con ello, obtuvo una paz transitoria que poco le brindó. En el rostro de un ensombrecido Khorgrim, se percibía una confusión, que era devorada con violencia por una inquina que comenzaba a amenazar su regio semblante. Sus ojos ámbar se entornaron, su boca se contrajo por sus impulsos y por unos instantes, fugaces escenas de brutal violencia le asaltaron, donde en su rabia inconcebible ordenaba a sus hombres, que presa de una estupefacción incluso mayor que la suya habían comenzado a mirar a los lados y a murmuran en un tono nervioso, tratando de discernir que demonios estaba pasando.

El resto de frases, apoyo o sensaciones que quiso transmitir su amada Runa fueron asesinadas, cayeron en oídos sordos cuando su atormentada declaración invadió el negro corazón del general enano. Sus escoltas, fieles seguidores y cercanos compañeros como eran del mismo, comenzaron a bufar contagiados de una furia que parecia trascender a su oficial. Uno de ellos, con la mirada desencajada caminaba con paso estruendoso por el camino de inmenso sombreum al tiempo que agarraba su oscuro martillo con infaustas intenciones que se contuvieron por el respeto, uno que no puede fingirse o ridiculizar con acciones como las que le llamaba su ardiente lealtad.
Con los labios apretados, amortajados entre su cobriza barba, Khorgrim luchaba contra sus impulsos, cuando lo que en realidad pretendía era levantarse de su carnero, arrojar a Runa, su amada Runa, a la nieve y con el hacha en mano... negó violentamente. Su respiración comenzaba a resultar pesada. Pasó la mano cubriéndose la cara en el proceso, tratando de ordenar sus pensamientos, pero aquellas palabras parecían impedirle cualquier intento de recomponerse. Ella clamó por su debilidad, gritó al cielo por su cobardía y se culpaba por la muerte de Bolgham, aquel muchacho de barba incipiente, un simple mediano joven que detestaba los crueles compases de un mundo que no había elegido en ningún momento. No pudo contener entonces que sus ojos se anegaran con el dulce pesar de las lágrimas, un canto de lento devenir y fuerte desenlace para un enano. A modo de macabra sucesión, recordó toda una vida de servicio, lucha, alegrías, desgracias, afrentas y dificultades. Imaginó entonces el horripilante final que a Bolgham engulló, encontrando una culpa innegable en las acciones de Runa, pero aun así... se alegró de su negativa. Hecho una furia, Khorgrim lanzó un alarido al aire sin poder contenerse ni un instante mas.

- ¡Joder, joder, joder, joder! ¡Maldita sea! ¡Malditos hijos de puta! ¡JODER! - Grito, con un tono tan elevado que hizo que su carnero, usualmente una tosca criatura, se detuviera alarmado, junto con sus escoltas que se paralizaron con la duda marcada a fuego en sus máscaras de hierro, desconocedores y tan estupefactos por qué podían hacer ellos por aquello. Golpeó la silla del carnero, se arrancó el yelmo y lo arrojó con fiereza al suelo y terminó llevándose las manos a la cabeza. Con una respiración ronca, grave y visiblemente malhumorada, Khorgrim hizo que toda la columna se detuviera de repente sin previo aviso. Las preguntas brotaron en su mente en un torrente interminable de sufriente discernimiento de una verdad que aunque oculta, ahora le había estallado en el rostro. La voz de su hermano resonando le resultó entonces tan dolorosa como una decena de mortíferas agujas perforando su cabeza en un suplicio sin descanso, los gritos de Runa taladraron su voluntad, quebraron su fe y convirtieron en grotescos escombros todas aquellas palabras de consuelo que se brindó al leer las ultimas palabras de su propia sangre. Temblando de rabia, como aquel que espera una ola colosal y sabe que no puede hacer nada por impedir el impacto, Khorgrim entendió que aquello... solo supondría una cosa.  Alzó el rostro lentamente, para hallar a su izquierda como uno de sus soldados, un lancero raso se había dirigido con presteza fuera de la carretera, en uno de los lados del camino donde la nieve era tan profunda, que a un mediano le llegaba por el cuello. Contempló entonces el cuerpo embutido en hierro cenizo y cubierto de nieve, que sostenía el escudo y la lanza en la misma mano, mientras que la otra, le ofrecía a su comandante el yelmo con una mirada suplicante que le recordó a la de un animal aterrado. Extendiendo la mano con lentitud y volviendo a colocarse el yelmo, le dirigió un cabeceo afable al soldado, que volvió a su linea raudo.

- Que continúen la marcha. Apretad el paso, asegurad los suministros y azotad a los carneros de carga hasta que les arranquéis la piel del hueso. - Con aquel tono siniestro, las órdenes de Khorgrim fueron acatadas al instante. Con gran diligencia y una singular violencia, sus escoltas corrieron a las lineas traseras gritando las órdenes con un nerviosismo que rayaba lo implacable. En menos de unos segundos, los oficiales Acero Sombrío gritaron las órdenes con tal agresividad que pareció que el mundo se colapsaría si no cumplían las órdenes con rapidez, los tambores de marcha tocaron en una cruel sinfonía de frenético movimiento donde las botas de hierro de repente, parecieron la macabra orquesta que al mundo fin pondría; un ejército, guerra total. Con un Khorgrim a la cabeza y el semblante adusto, libre de las emociones que antes había mostrado, su carnero apretó la marcha, lideró a los suyos y la columna de recios enanos que acudían a un triste desenlace, pronto se transformó en algo mucho mas violento, lleno de una fría resolución... el ansía por la violencia pudo respirarse entre los hombres.

En silencio, Khorgrim no dirigió mirada alguna a Runa, no contestó, no volvió a mirarla mas de cinco segundos y de pronto, Grik se hallaba sepultado en una tumba poco profunda, enterrado por el adusto general distante cuyo único deseo era descargar su vida en un crisol de violencia traída con hierro, pólvora. Templado en una furia que de pronto se vio acallada, mas no extinguida. Los crueles designios de la vida hicieron que un instante la horda de hierro se transformará, se trastornara de una triste contienda a la perdición, en una impetuosa carrera por la venganza, el dolor y el asesinato. En Khorgrim solo pudieron entonces, cuando la campaña se torció de la forma en la que las guerras se convertían en abismos inmisericordes, encontrarse unas palabras...

- Hundiré esa montaña hasta que nadie recuerde que estuvo allí. Transformaré esos dioses bárbaros en recuerdos dolorosos y juro por el nombre de mi familia, que los mataré a todos... yo mismo.
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Mensaje por Runa Domafuegos Lun Dic 12, 2016 11:29 pm


NARRACIÓN
CARNE ACERADA
• Kuniyoshi •
Si algo le había inculcado la experiencia a Khorgrim Acero Sombrío, era la certeza de que un camino largo nunca puede conocerse del todo por más que abunden descripciones o testimonios sobre sus entresijos, senderos y peligros. Por ello, no fue de extrañar que mandara a un par de emisarios en busca de algún que otro explorador experimentado que fuera asegurando el perímetro a medida que los soldados enanos marcharan camino a la región Sur de las Cordilleras del Ansia. Oh, tenía el terrible presentimiento de que sus vidas correrían un funesto peligro una vez se vieran cara a cara con las bestias descritas en la última misiva del desgraciadamente fallecido Bolgham, así que no pensaba correr riesgos innecesarios en el camino hasta su asentamiento. Tras unos días de exhaustiva y cansina espera, finalmente sus hombres pusieron ante él una veintena de seres, a cada cual más dispar, dispuestos a jugarse el pellejo por una abundante cantidad de monedas de oro. O de sombreum, en su defecto. Sus camaradas más cercanos inspeccionaron uno a uno a los recién llegados y, una vez obtuvieron el visto bueno de sus oídos, manos derechas e izquierdas pudo explicarles cuál sería el proceder durante el trayecto: los exploradores irían siempre unos seiscientos o setecientos metros más adelantados que los primeros en la fila del ejército, con la finalidad de asegurarse de que el sendero fuera medianamente seguro y transitable. Por supuesto, los extraños no contaban con la confianza de ningún enano que se preciara, así que, a su lado, caminarían algunos medianos a lomos de robustos carneros que los vigilarían con minuciosidad.

...

Seis días después de que el viaje diera comienzo, ajenos a los eventos dramáticos que asolaban al general a cargo, su edecán  y el resto de tropas enanas, el grupo expedicionario marchaba sin prisa a través del largo camino de sombreum que se extendía ante ellos como una alfombra interminable de carbón sólido, recio e infinito. La Luna se asomaba, tímida y pálida, por detrás de las altas e inmensas montañas a las que se dirigían, las cuales parecían asombrosamente lejanas en la inmensidad de la noche. Imponentes, vetustas e inquietantes, la mayor parte de los integrantes del pequeño grupo se encontraba en la disyuntiva de si desear llegar de una buena vez (pues las condiciones de trabajo distaban de ser ideales, además de que el polvo del camino se les metía en los ojos de forma constante e irritante) o de si rezar por no hacerlo jamás. Se mirara por donde se mirase, las historias sobre el Sur de las Cordilleras del Ansia sólo prometían una cosa: muerte. Sin embargo, preocuparse ahora por lo que una vez allí tendrían que hacer para abrirse camino entre redes de cuevas y monstruos inenarrables, no serviría de nada; lo mejor, por el momento, semejaba ser concentrarse en la interminable senda negra de final aparentemente inalcanzable.


Como en una noche de tormenta, el interior de Runa se revolvió. Se hizo un amasijo de nervios y sintió la culpa hormiguearle en la garganta. Como si la gola de su armadura se estuviese ciñendo sobre su cuello por momentos, cuan boa. Juntó las dos manos con falsa mesura, esperando dejar así de temblar. Lo que corría por sus venas, a través de su sistema circulatorio, era un temor tal hacia la posibilidad de tener que concebir una existencia sin la luz y las risotadas de Khorgrim que, cuando un lancero furibundo, rabioso a causa de su vergonzosa confesión, se le acercó amenazando con ensartarla de punta a punta, casi se sintió tentada de bajar y ofrecerse sin reparo ni forcejeo alguno. Soltó las riendas, sacó los pies de los estribos, respiró bien hondo, cerró los párpados y... la muerte nunca llegó a poner fin a aquella hecatombe sin remedio. Los gritos de su -hasta ahora- persona más preciada consiguieron hacer crepitar sus entrañas de rabia, de agobio, de impotencia... pero sobretodo de pena. Entreabrió los labios, muy poco, como si tuviese la intención de ir a decir algo, mas simplemente dejó que el aire silbase en silencio entre sus dientes. Inquieta, humedeció la piel seca de sus labios con la saliva, más espesa de lo usual debido a los nervios, mientras mantenía fija en el punto más alejado de Khorgrim Acero Sombrío una mirada a la que, al parecer, le habían robado el valor y la entereza para continuar encarando los gestos de dolor que deterioraban y deformaban de manera grotesca las facciones normalmente serias y recias del enano.
Se odió a sí misma aún más si cabe: tras ser la causa de su funesto sufrimiento, ahora ni siquiera era capaz de reunir la resolución suficiente como para acompañarlo en su agonía. Las vetas claras de sus ojos se apagaron un poco a medida que la marcha de la columna se detenía con la firme intención de socorrer a su venerado y encomiable general, como si buscasen expresar todo lo que ella rehusaba decir: hasta en el más simple y cobarde de los soldados brilló la noble intención de eliminar al origen de su rabia y angustia. Hubo un tiempo en el que, a pesar de todas aquellas solemnes manos tendidas, Khorgrim tan sólo se hubiera asido a la suya con confianza y plena seguridad... pero ya parecía un tiempo tan lejano y surrealista, que a Runa se le llenó la boca de ese sabor agridulce que únicamente los recuerdos más exquisitos pueden tener en los momentos más ácidos. Le dolió aquella sensación de lejanía hacia un pasado en realidad reciente, pero la destrozó con mayor ahínco la distante cercanía que compartían ambos ahora. Quería irse a casa.

Tuvo que contar hasta tres para concienciarse de que podía hablar sin tartamudear.—Grik, yo...—el nombre sonó sucio en sus labios, impersonal. Se atrevió a contemplarlo por primera vez a los ojos: la traspasaron como el más afilado de los arpones, pero, aún herida de muerte en su interior, no le retiró la mirada. En sus aciagos iris pardos, fue testigo del momento justo y preciso en el que el desconsuelo dio paso a una calma desgarradora, terrible. No era valentía lo que asomaba por las oscuras pupilas de Runa; tampoco era fuerza lo que la pelirroja reflejaba, ya que cada nueva palabra del mediano le hacía un corte más profundo...
Era amor. Íntimo e intenso, tan arraigado en el lado izquierdo de su pecho que ni un resquicio de duda se atrevió en aquel instante a obligarla a apartar la vista del pozo negro que se había tragado a su irreemplazable Grik. Sintió el deseo de apoyar el rostro contra su pecho, de notar su corazón golpeando con brío su armadura y su respiración acariciándole el pelo como lo hacía el viento cuando avanzaba en contra de las corrientes a lomos de Garganta Férrea; y ante todo, en sus vísceras bulló la necesidad de ver sus labios pronunciando, lentamente, un cálido y vivo Ginit. Finalmente, acabó por retirarle la mirada a Khorgrim, pues, para Runa, no había nada peor que mirarle y no descubrir su propio rostro reflejado en sus ojos. Hacía más daño del soportable.

Plegó los labios hasta dejarlos blancos como la nieve de diciembre. Entonces las palabras marchitas del Acero Sombrío se le clavaron en el alma. Con tan mala suerte que le dieron de pleno. La dejaron, en efecto, sangrando. “Hundiré esa montaña hasta que nadie recuerde que estuvo allí. Transformaré esos dioses bárbaros en recuerdos dolorosos y juro por el nombre de mi familia, que los mataré a todos... yo mismo.” El cristal del que parecían estar hechos sus ojos se resquebrajó. Profundizó la herida.—N-No.—su tono denotaba dolor, de ese que se enquista y dura mucho tiempo. De ese que es peor que un puñetazo en el estómago.—¿A-Acaso estás insinuando que tú...? ¿que yo ya no...?—las palabras que no conseguía pronunciar o terminar resonaron en su cabeza, con eco. Ya no te necesita. De pronto, desprovista del favor de Khorgrim, se sintió rodeada de extraños, fuera de lugar. Encogida sobre su montura, recordó cómo incluso momento atrás, el mismo general había insinuado que, a pesar de todos sus años de servicio, ella no era, ni sería nunca, una enana de Karaz-Angorh. Jamás tendremos la misma sangre. No, desde luego que no. En ese momento, la suya, le quemaba hasta a ella misma.

¿Qué era ese sentimiento? Ah, sí, estaba decepcionada consigo misma. Tanto, que no era comparable a algún momento pasado o alguna memoria que intentase retener junto a sus ideas.
Era una decepción profunda, de esas que caen como un peso vacío en el estómago y te hacen respirar despacio; de esas que duelen.—¿Debería irme? Quizás, eso sería lo mejor para todos... para ti.—aunque mantenía la mirada fija en la respetable silueta del general enano, el hombre era lo suficientemente inteligente como para saber que no le estaba hablando a él, sino a sí misma.—No pertenezco a Karaz-Angoth: a decir verdad, ni siquiera merezco ni un ápice llevar conmigo el título de mediana.—prosiguió, con un tono tan serio como nervioso. No hubo titubeos, tampoco tartamudez; se estaba hablando a sí a fin de cuentas.—Nunca he pretendido humillar nuestra raza o faltar a la hospitalidad y bondad con la que me recibió tu reino... y mucho menos decepcionarte de esta forma, Grik. ¿Pero qué más dan las intenciones si desembocan en el mismo lugar de todas formas? Da igual cuanto me esfuerce, cuanto trate de mentirme a mí misma y decirme que soy parte de vuestra gente; mi cobardía fue un signo evidente de que no llevo vuestro coraje, honor y ahínco corriendo por mis venas.—por ella hablaron toda la insoportable frustración que le helaba el ánima a cada segundo que pasaba, la tristeza de saberse perdida en medio de amigos y conocidos, el dolor de querer irse a casa pero ya no tener ninguna. En ese momento, para Runa la situación se hizo demasiado difícil de afrontar: no podía evitar sentirse como una niña estúpida y tonta.—Sé que tú no me lo dirás, así que seré yo quien lo haga: oficialmente, presento mi dimisión en calidad de edecán y solicito mi admisión como tiradora rasa.—dándose media vuelta, espoleó los flancos de Garganta Férrea y, levantando una violenta e inclemente humareda de viento con el batir de sus grotescas alas, alzó el vuelo sobre el iracundo ejército de enanos. A la decepción, se le unieron unas inmensas ganas de gritar. Te mereces este puesto. Y entonces, cometió el error de pensar en la noche, en la soledad y la desolación que traerían consigo una tienda vacía, una cama a medio llenar.

Tuvo miedo. Todo su cuerpo se volvió inerte; de piedra. La sangre fluyó por sus venas con un tacto frío, viscoso, mientras sus labios se apergaminaban y su aspecto se volvía enfermizo. Fue miedo, no temor. Cosas muy distintas; aparte. Llegó el momento de que aquel poderoso sentimiento se hiciese insoportable. Fue miedo, no temor. Ahí estaba la clave. Ojalá no hubieras abierto tu bocaza, Runa. Has querido cargar a Grik con tus demonios para salvarte tú y, en consecuencia, lo has matado. Le has dado el empujón hacia la tumba. ¿A quién tienes ahora, Domafuegos? Escondida tras las anaranjadas nubes, Runa contempló en la lejanía, apática y hundida, el lento subir del pálido y frágil relevo del Sol. Los Don Diego de Noche, a diferencia de ella, se dejaron ver a los bordes del camino. ¿Y si no existieras, Luna? Podríamos no existir las dos juntas, nadie se acordaría.
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